viernes, 10 de enero de 2014

CONVOCATORIA. FOTOS DE BAÚL. DONDE LOS CANTINEROS SE RÍEN DE LAS DESGRACIAS AJENAS POR RATA CARMELITO





Esa noche dormí en un hotel. En realidad, dormir, lo que se dice dormir, no es la exacta definición de lo sucedido esa noche. Recuerdo un casino, un bar, enormes nubes de humo de habanos sobre una mesa de pool, un chico pidiendo monedas a la entrada de un cabaret, el valet estacionando coches; recuerdo hermosas mujeres bailando con poca ropa en el Tropicana, recuerdo sus exactas coreografías, recuerdo sus piernas como gacelas, recuerdo sus pechos ardientes como volcanes, la recuerdo a ella invitándome de su copa, invitándome a mi cama, pero no recuerdo en absoluto haber dormido. Recuerdo su nombre. Al principio, como todo hombre adentrándose en tugurios oscuros, precipitándose en la fantasía de perderse en la noche, de desaparecer, de ser un desconocido, un anónimo, bien cobijado por el vino y los licores, fui ni más ni menos un grosero. Derroché dinero, derramé whisky sobre las mesas, me peleé con fulanos, me sacaron a patadas. Claro que antes había sido todo un caballero. Ella lo merecía. No era ese el lugar en el que tenía que estar. Rodeada de sapos gordos, de hienas carroñeras, de babosos, de malparidos. Ella se destacaba del resto de las mujeres. Un aura de inocencia infantil la coronaba, ¿sería eso lo que la hacía tan pura, tan perversa? Primero se apagaron las luces, luego subió al escenario, luego bailó “Lupita” de Dámaso Pérez Prado, luego se quitó las plumas, luego se acercó a mi mesa, me sedujo, me enamoró, me asesinó con un beso. Se comió literalmente mi corazón. No pude esperar a seguir invenenándome. La senté en mi regazo, le dije cosas al oído, la mimé, propuse vidas diferentes donde ella no tuviera que bailar cada noche, mentí mis ingresos pintándole un magnate en vez de un don nadie; abracé un romance utópico, celestial, llevarla lejos, comprar una casa, tener hijos, envejecer. Ella rió, como imagino deben reír las mujeres al borde del abismo, una risa muda entre tanto bochinche demencial, entre tanta palabrería. Luego lo vulgar, lo grotesco. Entre las sombras alguien rompió una botella, insultó su nombre, perjuró traición al amor, masticó celos embravecidos y se acercó amenazante. Uno terminó con un corte en la cara, sangre mezclada con vino rojo en la camisa; el otro terminó en la calle por no ser un asiduo de la casa. Mi hotel estaba a dos o tres calles, pero si debía caminar hacia la izquierda o hacia la derecha, era un trabajo demasiado azaroso para mi condición de borracho y de enamorado. ¿De qué estarán echas las trapisondas? De noches y de alcohol, seguro; de mujeres perdidas y de hombres buscando encontrarse, también. O tal vez solo de hombres y mujeres buscando un lugar donde dormir, una compañía para su soledad. Ella salió a buscarme. Se notaba que bajo ese tapado de piel berreta, de imitación, estaba vestida sólo con un portaligas. No tardé en besarla y como si fuera un lapsus de inspiración, una quimera, empezamos a transitar el camino hacia el hotel, sin la menor duda de que era hacia la izquierda del cabaret, pasando el restaurant de luces verdes, en el barrio de casas bajas adornado por la falsa Fuente de Saint-Michel, como en Paris, excepto por los borrachos durmiendo en ella en vez de bohemios y poetas hablando de Sartre, de Gaston Leroux y “nuestras vidas son un baile de máscaras”, hablando de la muerte, del precio de los hombres, de la libertad. Mi habitación no era ejemplar, pero entre libros y botellas hallamos un lugar para acariciarnos, para destruir el pasado, para quemarnos. 

Esa noche tuve la breve esperanza de que el amor sería total, feroz; pero a la vez sentía correr en el aire la desidia de saberme dejado para siempre. Nunca dijo nada, ni siquiera en la mañana siguiente. Dijo que debía irse, que tenía un compromiso. Me pidió que no la acompañara, acepté a regañadientes. Tomó un taxi y no dudé en seguirla.

Primero a casa de una amiga. Salieron muy aprisa con una maleta. Se dirigieron a un hotel lujosísimo en la Avenida Paseo del Prado, “siga a ese auto no importa a donde vaya, si es al fin del mundo al fin del mundo nos vamos” dije al chofer, o tal vez solo lo pensé, no lo sé. Esperé dentro del auto, una hora, dos horas, una locura, dos locuras. Un auto se detuvo al lado de mi taxi. Un hombre de pequeños bigotes y elegante traje salió de él. Miró el reloj un par de veces y finalmente la puerta del hotel se abrió. Llevaba un vestido de novia, guantes, flores y la misma sonrisa que esbozó en el cabaret. El hombre la recibió con un beso. Antes de que subieran al auto, bajé del taxi. Su amiga les estaba tomando una foto. “Tenga cuidado de que no salga fuera de foco” dije, me puse mi sombrero y la mañana a sus ocho y cuarto me recibió en otro bar, temprano, sí, pero tarde para todo.


Rata Carmelito , escritor y poeta. Chivilcoy




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